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La bicicleta de Miguel

  • rgiraldoarias
  • 3 ene 2021
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 4 ene 2021

2018. Inedito.

Había amanecido a las 6:00 y Miguel, que vivía solo, preparaba su batido energético. Puso en la licuadora leche descremada, trozos de manzana, fresa, banano y algo de miel. Era un amanecer soleado poco habitual para la fría Bogotá. La cocina tenía vista al parque. Alcanzaba a ver deportistas que corrían por los senderos, jóvenes haciendo ejercicio en las barras, adolescentes paseando sus mascotas atentos a recoger los excrementos, madres con sus niños esperando las rutas escolares, universitarios presurosos intentando alcanzar el autobús, y algún oficinista con su morral en la espalda atravesando el parque para acortar camino.

La soledad para Miguel no era un problema, la disfrutaba. Estaba divorciado hacía cinco años y tenía solo una hija, Camila, una adolescente que vivía en París y, aunque se había ido únicamente a terminar el colegio, no tenía intenciones de regresar. A sus cincuenta años Miguel, aun teniendo varias admiradoras, no lograba encontrar una mujer que llenara sus expectativas. Era paradójico: las mujeres que le atraían no le correspondían, y en cambio aquellas que no le interesaban estaban disponibles.

Animado por el radiante sol de esa mañana terminó su batido, llenó una cantimplora con agua, agarró su casco de ciclismo, se puso las gafas oscuras para proteger los ojos del viento y bajó al sótano a buscar su bicicleta. Cada día era lo mismo: a las 6:30 iba al gimnasio en bicicleta y luego hacía ejercicio con pesas orientado por los jóvenes instructores. Su rutina de ejercicio fue una costumbre que adquirió después del divorcio, como lo fue también cuidar su

salud y su apariencia. Era guapo por naturaleza y gracias al gimnasio ahora lucía mucho mejor. Su cuerpo era atlético, “bien trabajado”, le dijo un día uno de los instructores. Era la primera vez que alguien le hablaba bien de su cuerpo, un cuerpo hecho a pulso. Miguel se sintió joven, admirado y con energía, y se le quitó el mal genio que lo había caracterizado.

El recorrido en bicicleta desde su apartamento hasta el gimnasio lo disfrutaba mucho. Además de hacer ejercicio aeróbico podía respirar el aire fresco de la mañana, contemplar el paisaje del sendero ecológico del río Molinos y apreciar el cuadro urbano de la diversidad de gente que, pedaleando, a esa hora circulaba por ahí. Uno de sus pasatiempos favoritos era, al llegar al tramo de la avenida 19 con calle 110, justo en la esquina del café Juan Valdez, avanzar por la cicloruta hacia el sur e ir imaginando quiénes eran o a qué se dedicaban los ciclistas protagonistas del cuadro urbano. Ese día había más gente de la usual en la cicloruta y entre tanto ciclista creyó ver al instructor del gimnasio que había elogiado su cuerpo, pero lo perdió de vista. Era tal la multitud que tuvo que estar alerta para no estrellarse o enredarse con los otros. Miguel no pudo relajarse y apreciar el entorno como había sido su costumbre.

Al llegar a la calle 100 se detuvo en el semáforo. Estaba inusualmente agitado, algo mareado y respiraba con dificultad. De repente, al arrancar de nuevo, no supo para dónde seguir, solo pedaleaba y avanzaba dejándose llevar por la muchedumbre. Sabía que era Miguel, que era abogado pero no sabía dónde estaba ni mucho menos a dónde se dirigía o por qué estaba encima de una bicicleta.

Unas calles más adelante, sintiéndose asfixiado, se detuvo. Se bajó de la bicicleta y, al tiempo que se esforzaba por respirar, intentó orientarse, pero no logró identificar dónde estaba. Caminando al lado de su bicicleta decidió dar la vuelta y empezar el camino de regreso por donde había venido. Pasaron unos treinta minutos hasta cuando, al pasar frente al café Juan Valdez, por el olor a café recién hecho, reconoció el lugar.

Aterrorizado por la experiencia vivida, se montó en la bicicleta y pedaleando a la máxima velocidad que le daba la fuerza de sus piernas llegó a su apartamento. Entró, se tomó un vaso de agua y casi asfixiado se sentó en el sofá de la sala a pensar en lo sucedido. Por su mente se cruzaron mil explicaciones, todas aterradoras. Buscó el teléfono celular y escribió un WhatsApp a su mejor amigo, el de toda la vida, el de Ibagué. Juntos habían venido a Bogotá a estudiar a la universidad. ÂĄMarcos esta mañana me pasó algo terrible, necesito que nos veamos!


Póngase esta bata con la abertura hacia delante, quítese objetos de metal, anteojos y dentaduras postizas, dijo la enfermera. Miguel, asustado, obedeció. ÂżQue carajos será lo que tengo?, no entiendo, llevo una vida ordenada, no tomo, no fumo, no trasnocho, hago ejercicio y como sano, se dijo así mismo mientras recordaba el video que, en la sala de espera, le habían hecho mirar acerca del examen que le harían. Lo había visto con su amigo Marcos que le hizo el favor de acompañarlo. Cuando pidió la cita le habían advertido que tenía que ir con acompañante y Miguel no tenía en Bogotá a nadie más que a Marcos para un asunto tan personal.

Con el video se enteró de que tendría que tomarse un líquido que haría contraste, que se marearía y que el examen no se demoraba mucho, apenas unos quince minutos, pero tendría que quedarse un rato más según como estuviera. El video decía que si sufría de ansiedad o tenía síntomas de claustrofobia debía informarlo y decidir si quería o no que lo sedaran. Miguel no se consideraba ni ansioso ni claustrofóbico y decidió hacer el examen a ‘palo seco’: sin sedación.

El día que le dijeron lo del acompañante, Miguel se sintió mas solo que nunca, antes había decidido no avisarle a nadie de su familia. ÂżA Camila para qué?, Âżqué puede hacer mi hija desde París? Cuando sepa qué tengo decido si le aviso. ÂżA mi ex?, ÂĄBahÂĄ, si le digo hasta se alegra de que esté jodido, mejor no. ÂżA mi hermana?, la pobre desde Ibagué no puede hacer nada, contagiaría a mi madre de miedo y le subiría la tensión más de lo que ya la tiene.

La madre de Miguel había sido una mujer vital, pero cuando su marido, el padre de Miguel, murió repentinamente de un infarto hacía dos años, no lo soportó y ahora necesitaba cuidados especiales.

Bueno, acuéstese aquí, dijo la enfermera, ayudándolo a subir a la máquina. Era como un túnel. A Miguel le pareció un submarino unipersonal. Con inquietud lo miró: a lo alto era muy estrecho, y, acostado ahí, Miguel sintió que su cara se aplastaría. Oyó que el médico lo saludaba desde una cabina situada frente al túnel, le preguntó si lo escuchaba y Miguel le respondió que sí. El médico le dijo que cerrara los ojos como si quisiera dormir, que no moviera la cabeza, y que la computadora del escáner haría unos ruidos al deslizarse hacia adentro y hacia fuera. Toda esa información a Miguel lo angustió. Se imaginó atrapado en el túnel, oprimido por el submarino, se arrepintió de no haber pedido que lo sedaran. ÂĄEmpezamosÂĄ, dijo el médico.


ÂĄBiiiip! ÂĄBiiiip! ÂĄBrrrum, brrrum! ÂĄBiiiip! ÂĄBiiiip!

ÂĄNo puedo respirar, doctor, por favor, no puedo, me asfixio!

ÂĄBiiiip! ÂĄBiiiip! ÂĄBrrrum, brrrum!

ÂĄCálmese!, cierre los ojos para que no sienta que la máquina lo oprime, tome aire despacio por la nariz y suéltelo por la boca, nada le impide respirar.

ÂĄBiiiip! ÂĄBiiiip! ÂĄbrrrum, brrrum! ÂĄNo puedo, no puedo, me asfixio!

ÂĄCálmese!, ya casi terminamos.

ÂĄBiiiip! ÂĄBiiiip! ÂĄBrrrum, brrrum! Bien, así, así, tranquilo.

ÂĄBiiiip! ÂĄBiiiip! ÂĄbrrrum, brrrum!

Ya terminamos, descanse quédese ahí un momento, está muy ansioso. Los resultados los enviaremos directamente a su neurólogo, puede ir el jueves.


Vamos a ver, Miguel, dijo el neurólogo, que sacó del sobre los resultados y empezó en silencio a leer el concepto. Luego tomó las imágenes y las repasaba una y otra vez. Miguel entre tanto lo miraba tratando de descubrir algún gesto que delatara su estado. Unas veces veía cara de aprobación, otras veces de preocupación.

Miguel no aguantó más y preguntó ÂżCómo salió? Pues no se ve nada especial, solo una pequeñita protuberancia muy antigua al lado izquierdo, arriba de la oreja. Nada de qué preocuparse, son frecuentes. Entonces Âżqué tengo? En principio no encuentro nada que explique medicamente su desorientación del otro día. ÂżHa estado estresado o preocupado?, Âżtiene problemas? Miguel se sorprendió con las preguntas y se quedó pensando unos instantes. Luego respondió: Pues lo normal doctor, ya sabe no faltan los problemas. Esto me parece algo emocional, psicológico, sobre todo por la sensación de falta de aire,

hiperventilar se asocia a un cuadro ansioso, dijo el neurólogo. ÂżPsicológico?, Âżme está diciendo que estoy loco? No, nada de eso Miguel, lo que sucede es que el estrés, o los problemas se salen por el cuerpo. Lo mandaré al psicólogo a ver qué opina, dijo el neurólogo mientras llenaba la orden. Vaya, eso le hará bien y si no es emocional, de todas maneras las consultas le ayudarán a sentirse mejor hablando de sus cosas. Todos tendríamos que ir al psicólogo como ir al odontólogo. ÂĄAhÂĄ, y siga haciendo deporte, vaya al gimnasio y no deje la bicicleta.

En el sótano del edificio Miguel se encontró sudando frío frente a su bicicleta. Tengo que vencer esto solo, no necesito psicólogos, se dijo a sí mismo. Se montó en la bicicleta y empezó su recorrido habitual, pero lo que antes era un placer se convirtió en una tragedia. Otra vez esta maldita sensación de falta de aire, ni que estuviera subiendo al Everest. Faltando unas diez calles para llegar al gimnasio decidió devolverse, no se sentía bien. Lo intentó las siguientes dos semanas y pasó lo mismo, no lograba llegar al gimnasio. Entonces decidió hacerle caso al neurólogo y pidió la cita con el psicólogo.

Miguel no le contó a nadie –ni siquiera a Marcos– que lo habían remitido al psicólogo, era un asunto que no quería divulgar. Sentía algo de vergüenza, y tenía temor de que le preguntaran por qué iba o qué le diagnosticaron. El psicólogo era un hombre de unos 65 años, y tenía mucha experiencia con problemas de síntomas físicos sin explicación médica. Las citas eran semanales. Miguel habló de sí mismo, de su historia familiar, de su ex esposa, del divorcio, de su hija, de sus pasatiempos, de su gusto por la bicicleta y de su pasión por el gimnasio al que no había podido volver por culpa del problema.

A pesar de que creía que hablar de esos temas con el psicólogo no le solucionaba nada, ir a las citas le agradaba. Era tal como el neurólogo le había dicho: al menos hablaba de sus cosas. En una de las citas el psicólogo se interesó por saber más acerca del gimnasio y de la rutina de ejercicios. Le pidió que le contara dónde era y todo lo que hacía desde que llegaba.

El gimnasio quedaba a veinte minutos del apartamento yendo en bicicleta, si iba caminando le tomaba cuarenta. Era mucho tiempo para ir y volver a pie, no alcanzaba a llegar a tiempo al trabajo. Quedaba en la calle 94 cerca del puente deprimido que estaban construyendo. Llegaba, dejaba la bicicleta en el parqueadero, que era gratis, y aprovechaba para subir a pie las escaleras hasta el piso siete, donde estaban las máquinas de fuerza. Dejaba el casco y el morral en el locker, entraba al baño, se componía la camiseta y el pantalón, tomaba agua y luego iba directo a las máquinas. Hacía la rutina brazos y pecho, espalda, piernas y terminaba siempre con abdominales. Como se sabía la rutina los instructores no tenían que estar a su lado, él los buscaba cuando quería cambiar algo o necesitaba que lo supervisaran para asegurarse de que lo estaba haciendo bien.

ÂĄHábleme de los instructores!, dijo el psicólogo.

Son varios, chicos jóvenes, todos licenciados, recién egresados de educación física. Casi todos están un tiempo, máximo seis meses, y luego se van, quieren trabajar con la alcaldía en colegios distritales o con el Instituto de Recreación y deporte en las ciclovías o en los parques. ÂżHa hecho amistad especial con alguno? Miguel empezó a respirar rápido produciendo ruido con la entrada y salida del aire. Se incorporó en la silla, se puso la mano en el pecho y dijo, Esto es lo que me da cuando monto en la bicicleta. Tengo que salir a tomar agua, sino no podré seguir hablando.

Está bien, Miguel, ya es hora, terminamos por hoy. Vaya tranquilo, baje a la cafetería o si prefiere entre al baño y beba agua del grifo. Le dejo esta reflexión, piense y me dice la próxima vez que nos veamos: ÂżQué hay en el gimnasio que lo asfixia?

ÂżQué hay en el gimnasio que me asfixia?

ÂżQué hay en el gimnasio que me asfixia?

ÂżQué hay en el gimnasio que me asfixia?

... No hay nada, hay alguienÂĄ

Solo tengo que esperar unos meses, conseguirá un trabajo con la alcaldía, se irá, y yo podré seguir siendo el mismo Miguel... Hombre, divorciado y con una hija.

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