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Al regreso de la luna de miel

  • rgiraldoarias
  • 3 ene 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 4 ene 2021

Publicado originalmente en Estos no son cuentos, 2016. Antología. Vieco Editorial. Medellin

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Todo ocurrió en Bogotá en los años ochenta, la época cuando la violencia se trasladaba del campo a las ciudades colombianas y la extorsión era el preámbulo del secuestro. La familia que vivió lo que voy a narrar era de esas clásicas acomodadas pero sin ostensible riqueza, con padres que se buscaron la vida en la ciudad luego de migrar de un pequeño pueblo antioqueño. Comerciantes por necesidad y naturaleza regional, los padres, propietarios de una próspera empresa familiar, eran de mediana edad: rondaban los sesenta. Tenían seis hijos, todos adultos. María del Mar, la menor, de 24 años, se había casado recientemente y solo se enteró de lo que estaba sucediendo al regresar de su luna de miel.

Independiente como era, María del Mar no se comunicó con su familia durante su luna de miel. Al regresar a Bogotá llamó a saludar y se encontró con la voz de su madre que le reprochó su falta de interés por la familia. María del Mar no entendía el porqué de los reproches. ¿Acaso era la primera vez que se iba de viaje y no llamaba durante se ausencia? ¿Por qué carajos su madre la recibía con tanta perorata? Ya mamá, ya voy para la casa, le dijo intentando calmarla. Todos los hijos parecían estar en la casa cuando María del Mar llegó. Qué extraño, algo malo está pasando, pensó. Los carros de todos los hermanos estaban allí, lo que era inusual entre semana. Solo se reunían algunos domingos.

¿Qué pasa?, dijo al entrar, ya bastante inquieta y asustada. Pues que a papá lo están amenazando, le dijeron que si no paga un montón de plata lo van a matar a él o alguno de nosotros, respondió entre lágrimas Esperanza, la mayor de los hermanos.

Las siguientes semanas fueron intensas con la casa llena de detectives. La tensión y el miedo invadían todos los espacios. El padre había decidido hacer todo lo contrario de lo que los delincuentes que lo amenazaban le dijeron, y llamó a la policía. El detective asignado como primer oficial fue el sargento Casas. Un hombre moreno, con rasgos indígenas, corpulento y de unos cuarenta años, que pronto se ganó el apreció de toda la familia. Tal vez fue porque todos se sentían protegidos con su presencia o porque los demás policías asignados le mostraban gran respeto y aprobaban sin controvertir cada iniciativa que tenía. El objetivo, dijo al padre en su primera visita, es, primero, resguardar su vida y la de su familia y, segundo, capturar a los delincuentes. Para eso tenemos que determinar a qué tipo de delincuentes nos enfrentamos porque es diferente si son delincuencia común o guerrilleros. Usted haga todo lo que le digamos y verá que todo sale bien. Aunque era fácil decirlo era muy difícil hacerlo, pero no había alternativa, tocaba obedecer.

Instalaron en la sala de la casa unos aparatos rastreadores de llamadas, y el padre tenía que responder al teléfono y mantener la conversación el mayor tiempo posible para poder rastrear la llamada. Cada timbre del teléfono hacía explotar el corazón y la tensión porque se diera la llamada esperada era angustiante. Cuando sonaba el teléfono el sargento Casas saltaba del asiento y hacía gestos a todo el equipo de trabajo. Eran cuatro: uno se ponía los audífonos, otro se ubicaba frente al panel de control, otro vigilaba por la ventana y el cuarto no se sabía, pues miraba a todos los que estuvieran allí.

Las llamadas las hacía casi siempre el mismo delincuente, y solo llamaba una vez por día, aunque veces pasaban dos o tres días sin que llamara. Se supo con el rastreo que algunas llamadas provenían del sector de San Victorino y a juzgar por los ruidos de fondo, se hacían desde un billar, pero no se lograba dar con el sitio exacto.

Había que cambiar la estrategia. Los días pasaban y las conversaciones para negociar el precio de la extorsión eran cada vez más difíciles de mantener. Como era habitual soltaban vulgaridades, las amenazas subían de intensidad y pasaron de decir sabemos donde vive usted y en qué bancos tiene la plata a decir con pasmosa veracidad las actividades de los hijos, las ubicaciones de sus trabajos y los colegios de los nietos. O paga ya, viejo güevón, o matamos a algún hijueputa de su familia, dijeron la antepenúltima vez que llamaron, un jueves a las 9:30 de la mañana. Dígale que bueno, le escribió afanosamente el sargento Casas en un cartel, y que elija el lugar para la entrega. El delincuente respondió altanero: Yo lo llamo, usted vaya por la plata.

Toca que vayan al banco y hagan todos los movimientos como si estuvieran sacando la plata, es probable que estén vigilando. Vamos a hacerles una jugada, precisó el sargento sacando de su maletín un paquete grande y pesado que estaba forrado con papel periódico y atado con cinta pegante, les vamos hacer creer que coronaron.

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Ese día estaban en la casa solo tres hijas: María del Mar, Esperanza y Claudia. ¿Quién se ofrece a ir?, preguntó el sargento. María del Mar, con miedo pero sin dudarlo, dijo yo y Esperanza dijo yo la acompaño. Salieron con un bolso que se veía casi vacío y se dirigieron en carro al banco. Entraron e hicieron como si sacaran plata. Luego llenaron el bolso con papel, como les había indicado el sargento y haciéndolo visible salieron y regresaron a la casa.

El plan consistía en capturar en flagrancia a los delincuentes. Para eso el sargento se haría pasar por un sobrino, quien entregaría la plata. Organizó todo un operativo con apoyo de policías de civil comunicados por radioteléfonos. Hacia las tres de la tarde los delincuentes llamaron y dijeron la plata la recogeremos allá en su casa, esté pendiente, le avisaremos. Todos quedaron estupefactos. Tranquilos, dijo el Sargento, cuando llamen diga que su sobrino la entregará. Una hora después llamaron y dijeron salga ya con la plata y entréguela a un taxi que pasará por el frente. El padre logró decir mi sobrino se la entrega. El sargento dio la orden para que empezara el operativo de seguimiento y unos minutos después apareció el taxi. Un hombre en el asiento de atrás abrió la ventanilla, sacó la mano y el sargento, que fingía ser el sobrino, entregó el pesado paquete. El taxi siguió de largo y el sargento, luego de unos segundos, se montó en una motocicleta que estaba esperándolo en la esquina y arrancaron en dirección occidente por toda la calle 134.

Pasada una hora avisaron que después de una gran persecución por los lados del barrio Prado Veraniego habían capturado al taxista y al pasajero. ¿Quiénes eran los delincuentes?, se preguntaba la familia. Lo descubrieron varios meses después cuando fueron al juicio. El líder de la banda era un personaje algo conocido de los padres: el hermano oveja negra de uno de sus clientes. Lo único que conmovió a la familia fue la joven esposa del delincuente, que con un notable embarazo estuvo presente y llorando durante todo el juicio.


 
 
 

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