Eso nunca se sabrá
- rgiraldoarias
- 3 ene 2021
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 ene 2021
Publicado originalmente en Estos no son cuentos, 2016. Antología. Vieco Editorial. Medellin
Luisa y Fernando fueron amigos desde niños. En los años ochenta, cuando se hicieron adolescentes y universitarios, se veían poco aunque mantuvieron la amistad. Luisa estudiaba mercadeo, tenía veintiún años, una mirada vivaz y pecas en las mejillas que resaltaban su cara angelical. Fernando era guapo, deportista, tenía 23 años y mucho éxito entre las chicas, y estaba terminando Economía. Ambos vivían con los padres en el mismo barrio donde crecieron, un sector de clase media en el occidente de Bogotá.
Fernando tenía una novia, Patricia. A ella esa amistad de infancia le inquietaba, pues, cuando hablaba de su amiga, Fernando se refería a ella como bandida. Para rematar, el día que Patricia la conoció, en 1983, en casa de unos primos, después de las protocolarias presentaciones, Luisa y Fernando se desaparecieron. Era una fiesta y Patricia los pilló luego en una de las alcobas, acostados uno al lado del otro en una sospechosa actitud de ligue amoroso.
Siete años después de esa fiesta, en junio de 1990, Fernando ya se había casado con Patricia y tenía un nuevo empleo. Allí hizo varios amigos, entre ellos Jorge, un chico poco agraciado de cabello indomable, ojos pequeños siempre irritados a causa de una alergia y una nariz prominente que lo definía. Pero lo que le faltaba en belleza le sobraba en sencillez y bondad. A sus 29 años Jorge tenía apartamento propio, un lugar para veranear y carro último modelo. Los amigos del trabajo, bromeando, le decían que era un buen partido.
Hermano, quiero presentarle a mi novia, le dijo Jorge a Fernando. Llevamos poco tiempo pero me quiero casar con ella. ¡Claro¡, me encantará conocerla, respondió Fernando muy entusiasmado. Los tres se llevaron una gran sorpresa al encontrarse. La novia de Jorge resultó ser Luisa, la amiga de infancia de Fernando. Ninguno se había dado cuenta de la conexión entre ellos. Aunque Jorge le hablaba a su novia de Fernando ella no se imaginó que fuera su amigo. No lo veía desde antes de que se casara con Patricia cuatro años atrás.
Los tres, muy contentos, hablaron de la amistad compartida, de las casualidades de la vida y de los planes futuros. Quisieron ir a un bar a tomar algo, pero prefirieron no hacerlo por la inseguridad tan jodida que se estaba viviendo en Bogotá. Los mafiosos, para presionar al gobierno con el fin de obtener beneficios judiciales, estaban poniendo bombas en el momento menos esperado y en cualquier sitio. No se podía ir a un restaurante, ni a un centro comercial, ni mucho menos a bares donde fuera previsible que hubiera jueces o políticos. Mejor dicho, no se podía ir a ninguna parte sin sentir que la vida corría peligro.
Unos meses después Luisa y Jorge se casaron. La boda fue sencilla: solo una ceremonia religiosa y una copa de vino para brindar por los novios. Patricia, en la boda, recordaba como conoció a Luisa y lo que vio en esa alcoba. Mientras los novios saludaban a los invitados, Fernando, con una risita burlona, otra vez dijo que ella era bandida. Patricia miraba en silencio a Jorge y lo compadecía. Pobrecito, tan buena persona y con esa zorra aprovechada… Se encontró al marrano perfecto.
Antes del problema de las bombas, los chicos solían ir los viernes después del trabajo a tomar cerveza con los compañeros, pero habían dejado de hacerlo por el riesgo. En cambio se encontraban los sábados en la casa de alguno de ellos, iban con esposas y novias. En una de esas veladas Luisa, que era simpática con los hombres y antipática con las mujeres, dijo que usar las tarjetas de crédito del marido para comprar lo que anunciaban en la televisión era muy fácil porque no preguntaban nada. Solo había que decir el número de la tarjeta y listo.
A todos, especialmente a los hombres, incluido Fernando, ese comentario les pareció muy gracioso, excepto a Patricia y a Jorge que prudentemente se quedaron callados. Por un cómplice cruce de miradas entre amigos, Patricia comprendió que Jorge la estaba pasando mal y sintió que tenía que ayudarlo. El siguiente comentario de Luisa fue acerca de su trabajo y de las extenuantes jornadas que debía hacer, alargando su hora de salida hasta muy tarde de la noche. Lo justificó por el cargo de asistente de vicepresidente que tenía en una compañía multinivel. La empresa donde trabajaba funcionaba como una pirámide, donde se vende persona a persona y se gana un porcentaje según lo que produzcan otros que la misma persona debe haber conseguido.
Si mi jefe se queda a trabajar, ¿yo con qué cara me voy?, dijo Luisa mientras agarraba un puñado de maní con pasas que había sobre la mesa. Patricia de nuevo miró a Jorge. Él, con los ojos, le dijo que no le creía y que se sentía un estúpido. Patricia, con la mirada, le pidió permiso para cuestionarla y él se lo dio. Luisa, ¿eso que dices es algo extremo, no? Patricia podía hacerle esa pregunta, era una ejecutiva brillante y exitosa. ¡Pues así es!, yo no puedo hacer otra cosa, respondió Luisa muy molesta. Jorge, que estaba de pie cerca al mesón de la cocina, bajó la cabeza, metió las manos entre los bolsillos y se encogió de hombros.
Luisa, ¿no lo puedes solucionar?, le insistió Patricia. Con el problema de las bombas no es posible que tu jefe te haga trabajar hasta tarde. ¡Pues no puedo solucionarlo!, respondió altanera ante la mirada atónita de todos, con lo cual se produjo un incómodo ambiente de tensión. A partir de ahí poco a poco todos se fueron despidiendo y la velada terminó antes de lo acostumbrado.
Al salir Fernando estaba muy molesto, le dijo a Patricia que antes de hablar pensara en las consecuencias. ¡Ojalá ese par no se peleen por lo que dijiste, tus comentarios fueron fastidiosos ¡Ok, lo tendré en cuenta, fue la única respuesta de Patricia.
Esa fue la última vez que Patricia vio vivo a Jorge, porque muerto lo vio en el féretro el día del entierro ocho meses después. Quedó con una expresión de amargura infinita. Jorge en el baño de la alcoba se había volado los sesos con el arma de dotación del vigilante del edificio donde vivía.
Jorge era el administrador del edificio y una semana antes le había dicho al vigilante que por la situación de miedo e incertidumbre del país los celadores privados no podían manejar armas. Le dijo que la gente estaba asustada y tener un arma resultaba peligroso porque se podía usar por puros nervios, sin pensar, que por la seguridad de los residentes era mejor que se la entregara. Aunque al vigilante le pareció raro y no estuvo de acuerdo, firmaron ambos el libro de minuta diaria donde hicieron constar la entrega, y Jorge se llevó el arma para su apartamento.
En los funerales Patricia no se acercó a Luisa. No hubo forma de hacerlo, pues estuvo siempre custodiada por su familia, que la rodeó como si temiera que alguien le pudiera hacer daño. Patricia tampoco hizo mucho esfuerzo por acercársele, no sabía qué decirle. No habían sido amigas.
Luisa tenía cinco meses de embarazo y esperaba gemelas. De ella y las gemelas no se volvió a saber nada. El recuerdo de Jorge y su absurda muerte se quedaron en la mente de todos, especialmente en la de Patricia. Después de veinticinco años todavía se pregunta qué fue de ellas y qué pasó en los meses siguientes a esa velada, si los cuestionamientos que le hizo tuvieron que ver con que, aún con su mujer embarazada, Jorge se suicidara.

Foto de Ivan Moncada en Unsplash